EN LA ESTANCIA
He aquí la naturaleza auténtica, el augusto desierto.
En los
sitios que hasta ahora conocía del Paraguay, el terreno y la ve- getación me parecían querer acercarse, rodear e imitar al hombre, acompañarle en sus humildes cultivos, en su vida sedentaria y pequeña, ofreciéndole horizontes menudos, ondulaciones
perezosas, perspectivas acortadas más bien por inextricables jardines que por selvas vírgenes, aguas delgadas y lentas, matices homogéneos y suaves, paisajes estrechos, de una placidez familiar y casi doméstica, de una tenue melancolía de Viejo vergel 'abandonado.
Aquí las cosas no nos recuerdan, no nos ven: llanuras sin término, de un pasto de búfalos, cruzadas por traido res esteros; bosques que ponen una severa barra obscura en el confin del lo visible; malezales cómplices del tigre y de la víbora; peligro y majestad.
Ni el azar mismo nos concilia con
esta soledad definitiva. Nada de humano nos circunda. Pudo
el antropoide, tronco de nuestra extraña especie, no haber salido jamás del misterioso no ser a donde tantas otras especies tornaron al cumplirse los tiempos, y estos llanos alternarían idénticamente su ritmo: infinito, y estos montes exhalarían en la lóbrega intimidad de su fondo, igual aliento salvaje. La inmensidad nos tiene prisioneros.
“No”, dice el cielo, ensanchado por
la tierra; “no”, dice el árbol que levanta sobre la siniestra espesura sus brazos eternos; “no”, repiten los buitres inmóviles,
espías de la muerte.
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