Por Javier Luzuriaga
A mediados del siglo XIX no se viajaba por placer. Era caro, azaroso, extremadamente incómodo y el peligro mortal nunca estaba lejos. Los hombres viajaban por negocios y las mujeres para acompañarlos o por razones de fuerza mayor. Ida Pfeiffer era viuda y nada la obligaba a hacerlo, pero en 1842 comenzó una serie impresionante de viajes por la pura pasión de conocer el mundo y sus maravillas.
Ida Laura Reyer nació en Viena, en 1797, en una familia de buena posición económica. De niña se vestía de varón y, según su propia evaluación, era más atrevida y arriesgada que sus cinco hermanos. Pero con la adolescencia, la forzaron a acatar los cánones de su tiempo y su clase social. Se casó a los 20 años, con un hombre 24 años mayor. Tuvo dos hijos, y el resto de su vida usó, como era costumbre, el apellido Pfeiffer de su marido. El matrimonio vivió gran parte del tiempo en ciudades diferentes, e Ida tuvo que trabajar en Viena dando lecciones de piano y dibujo porque las fortunas familiares tuvieron un declive pronunciado. Enviudó en 1838 y para 1842 sus hijos eran independientes. Por fin pudo hacer lo que quiso, y lo que quería era viajar.
A los 45 años, después de una vida convencional, donde por propia definición fue bastante desgraciada, se largó a conocer el mundo. Como concesión al que dirán, hizo un peregrinaje a Tierra Santa, un destino inobjetable para una respetable dama vienesa. No teniendo mucho dinero, viajaba de la manera más frugal posible, insensible a incomodidades o privaciones. Bajó por el Danubio, visitó Estambul, Líbano, Tierra Santa y se las ingenió para llegar hasta Damasco, volver por Egipto, ir a Suez en camello, cruzar a Sicilia y volver a Viena por Nápoles y Roma.
Un amigo editor la convenció de escribir sobre su viaje, aunque Ida lo publicó anónimamente, como “Viaje de una vienesa a Tierra Santa”. Tuvo un gran éxito, los relatos de viajes estaban de moda. Mucho más cómodo leer sobre regiones remotas desde un sillón que subirse a un camello o a un velero. Y hoy, sus relatos nos permiten el viaje imaginario a épocas y lugares que ya no existen.
El libro financió su siguiente viaje hasta Islandia cruzando el Atlántico Norte en velero, una navegación riesgosa e incómoda. Ida se quejaba tanto de la comida de a bordo como de la de Islandia. Aparte de las impresionantes bellezas naturales, sacó una mala impresión de los habitantes, su pobreza y las condiciones durísimas en las que vivían. Era implacable al evaluar lo que veía, y lo expresaba de forma sincera y hasta brutal. Un atractivo para sus relatos de viaje que los lectores apreciaban.
Publicó sus vivencias, ahora con su nombre, y otra vez tuvo éxito. Ya podía financiar una vuelta al mundo, aunque dijo que iba “solo” a Brasil para tranquilidad de sus allegados. Cruzó el Atlántico en velero, porque era mucho más barato que el viaje más rápido, cómodo y seguro en un barco a vapor.
En Río, cazaba insectos para vender a coleccionistas europeos y redondear el presupuesto. La belleza de la selva le impactó, pero no así la ciudad. Cadáveres de perros y gatos en descomposición vistos en una plaza confirmaron su impresión de que Río era sucia y caótica. En su libro, se perciben prejuicios de época, pero también una mirada directa y un criterio propio. Los negros le parecieron feos físicamente. Le sorprendió lo numerosos que eran, porque antes de viajar se informó muy poco, una de sus características como viajera. Pero Ida refutaba, por su observación directa, a los esclavistas que pintaban a los negros como inferiores, subhumanos, de menor inteligencia. Veía con sus propios ojos el dominio que tenían negros y mulatos de variados oficios y artes. Los consideraba tanto o más inteligentes y hábiles que los blancos. La falta de educación, según ella, era la principal diferencia entre unos y otros. Aborrecía la institución de la esclavitud.
Desde Río partió hacia Valparaíso, por el Cabo de Hornos, sin escalas. Otra navegación peligrosa en velero, pero llegaron sanos y salvos. En la siguiente etapa se propuso llegar hasta China, con escala en Tahití. Luego Ceylan, India y el Golfo Pérsico. En caravanas de camellos fue a Bagdad y, de allí, hasta Tabriz, en el actual Irán.
La creciente red diplomática del Imperio británico incluía allí a un cónsul que se sorprendió al ver una mujer occidental y quedó estupefacto al saber cómo había llegado. Ida volvió a través de Odessa, en Ucrania. La policía del Zar la trató como sospechosa y este país cristiano le pareció menos hospitalario que las tierras mahometanas que había atravesado antes. El viaje le llevó dos años y cinco meses.
Ya famosa, su tercer libro financió otra vuelta al mundo. Partió en 1851, a sus 54 años, yendo a Ciudad del Cabo con idea de explorar el interior, todavía desconocido y misterioso para los europeos. Pero esa expedición era demasiado costosa y siguió viaje hasta Malasia. Exploró el archipiélago durante meses, coleccionando mariposas, insectos y plantas para vender. Nada la amedrentaba. Desoyendo consejos de otros europeos se adentró en territorios de tribus hostiles. Una vez, rodeada de un grupo de presuntos caníbales, salió del paso chapurreando una frase del idioma local que había memorizado: “soy una mujer vieja y flaca, mala para comer”. Se rieron y la dejaron volver sana y salva.
Su último viaje fue a Madagascar. Por inconsciencia, se vio envuelta en un complot de europeos para destronar a Ranavalona, reina nativa que mantuvo a Madagascar orgullosamente independiente por años. Los conspiradores fueron deportados, obligados a viajar a pie hasta el puerto, por lugares infestados de malaria. Aunque sobrevivió, Ida llegó enferma a Viena, donde murió, a sus 61 años.
Intrépida aventurera, naturalista de campo, viajera incansable, Ida Pfeiffer fue un ejemplo de independencia, fuerza de voluntad y arrojo. Temeraria, no medía sus palabras ni callaba sus opiniones, llegó a lugares donde otros europeos no se atrevían a pisar.
Fuentes:
*Javier Luzuriaga es soci@ de Página/12 y fisico jubilado del Centro Atómico Bariloche- Instituto Balseiro.
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