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sexta-feira, 5 de abril de 2024

No quiero robots, quiero camareros con derecho a equivocarse


En cada pequeño acto de humanidad cabe la posibilidad del error, del fallo, del tropiezo, pero también la posibilidad de que lo mejor de la humanidad se manifieste
FERNANDO HERNÁNDEZ / GETTY

MARIA NICOLAU
05 ABR 2024 - 05:27CEST



Me pregunto si es posible la bondad en un escenario en el que no exista también la maldad. ¿Cómo se puede decir de alguien que es bueno si su acción amable, su intención dulce, o su dosis de cuidado adicional en cualquiera que sea su tarea, aquello que nos empuja a tildarlo de “bueno”, no es fruto de la decisión libre, personal e íntima; si no se da en un escenario en el que hacer todo lo contrario sea posible?


Me pregunto si el calor en el corazón, esa chispa diminuta de alivio, ese íntimo y silencioso reconciliarse con la humanidad que se enciende como una sonrisa invisible al oír, detrás de la cortinilla sonora del tintinear de las campanillas que cuelgan del techo en la entrada de ese bar, un “¿será lo de siempre?”, se daría, si nos sirvieran “lo de siempre” sin preguntar. Simplemente, porque el robot nunca se equivoca, sólo porque el robot tiene en su disco duro, al lado de tu nombre, junto a un escaneo de tu huella digital o de tu iris, una línea de código donde dice: cortado largo de café, en vaso de cristal, con la leche muy caliente. Sin azúcar.

Este pasado marzo se celebró en Barcelona el Salón Alimentaria 2024, la feria que Alimentaria & Hostelco, la plataforma de negocios internacional líder en alimentación, bebidas, food service y equipamiento hostelero, celebra cada dos años. Se juntaron 3.200 expositores de más de 60 países en los 100.000 metros cuadrados del recinto.

Una de las sensaciones de esta edición fueron los robots, llamados a ser el futuro del sector de la restauración, la solución definitiva a los problemas de falta de personal. En el espacio Robot Solutions se presentó el primer robot humanoide, un ser equipado con inteligencia artificial que interacciona y mantiene conversaciones de voz con los clientes, los acompaña a la mesa, gestiona listas de espera, y navega de manera autónoma por la sala evitando obstáculos. Le llamaremos Juan. Juan no sólo hace eso, sino que no coge bajas, nunca cuestiona las decisiones de sus superiores, y nunca se equivoca con tu café.

En el noticiero del mediodía de la televisión pública catalana, en horario de máxima audiencia, vimos a Juan caerse de bruces en directo ante las cámaras. Las redes sociales ya hicieron sangre del asunto. La guasa duró días.

Pero la escena también fue algo triste. Por el pobre Juan, quizás, pero sobre todo por la mera existencia de Juan, por la cantidad de millones que hay invertidos en él y en proyectos parecidos al suyo; millones que son la plasmación más clara y elocuente posible de cómo una parte del sector hostelero cree firmemente que la humanidad en el trabajador es una lacra, un estorbo, un problema a solucionar.

No soy una ludita al estilo de los artesanos ingleses del siglo XIX. No tengo interés alguno en llamar a la turba a destruir máquinas en la plaza pública. Bienvenidos sean los avances tecnológicos —sin el túrmix hoy sería imposible llegar a los 80 comiendo mahonesa en la ensaladilla sin padecer tendinitis crónica. Lo que me pasa es que yo no quiero mi café siempre perfecto, como no quiero que me regalen flores solo porque toca. No quiero un regalo. Quiero sentir que importo. Prefiero mil veces un niño extendiendo las manos mostrando con los ojos muy abiertos y una exclamación de “¡mira!” un montoncito de piedras brillantes, que un anillo por contrato. Quiero que el camarero me sirva a mí, por error, el cortado del cliente de la mesa de al lado, y ver cómo titubea, quizás, cuando se lo indico, y quiero poder preguntarle si es su primer día, porque no le había visto antes en ese bar al que voy a menudo, y que me diga que sí. Y quiero poder decirle que enhorabuena por el curro nuevo, que tranquilo, que no se preocupe, que todos hemos tenido primeros días, y que ya mañana, si eso, saldrá mejor.

No quiero que un dron me traiga la comida a casa, quiero que si un día, en plena calle, se me rompe el asa de la bolsa donde llevo los limones, el señor que viene detrás de mí se ría, se agache junto a mí y me eche una mano a recogerlos, sin tener necesidad de hacerlo, pudiendo pasar de largo. Quiero oír a lo lejos un “¡salud!”, de una desconocida si estornudo en el quiosco. No quiero que me salgan siempre los macarrones con chorizo y bechamel perfectos, quiero poder decir una vez de cada diez “hoy sí. Hoy los he clavado”; y eso es imposible sin las ocho veces que me salen bien, pero no tanto, y sin la vez que se me agarran a la sartén o se me secan porque me despisto. No quiero renunciar a darme cuenta de que la camarera ha ido a la peluquería, y decírselo, y que me diga, “¿verdad que me sienta bien?, ni a que el chaval que empezó hace un par de meses hoy me deje dos chocolatinas en el platito del café, a escondidas de su jefe, porque es lunes, y los lunes, ya se sabe, ¿quién no necesita un empujoncito extra?

Lo mejor de Cheers no era lo bien tiradas que estaban las cañas. Lo mejor del Central Perk no era lo eficientemente que Rachel servía todos y cada uno de los cafés. En cada pequeño acto de humanidad cabe la posibilidad del error, del fallo, del tropiezo; y de la mala fe, del embauque, de la triquiñuela, de la dejadez, sí, pero también la posibilidad de que lo mejor de la humanidad se manifieste. Eliminar la humanidad de la ecuación es la única forma definitiva de eliminar la posibilidad de que la bondad suceda.

Me importan más las personas que los bares. Casualmente, los bares que más me gustan, y que están siempre a reventar de clientes, son los que más humanidad rezuman.

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